Los generales de Augusto disfrutaron también de gran éxito y, para alivio de todos, pudieron dirigir de nuevo sus fuerzas contra enemigos externos, en lugar de enfrentarse unos a otros. Las fronteras de Roma se extendieron hasta el Danubio, se culminó la conquista del norte de Hispania y, en el este, Armenia fue pacificada.
Augusto sufrió dos derrotas militares significativas bajo su gobierno. En el 15 a. C., el gobernador romano de la Galia, Marco Lolio, fue derrotado por una coalición de tribus sicambrias, téncteras y usípetes que habían cruzado el Rin para adentrarse en la Galia; la posición romana en la Galia apenas sufrió daños, pues tal como Suetonio escribió, esta derrota fue "más humillante que grave".
Sin embargo, la segunda derrota fue de una magnitud muy diferente. En el 9 d. C., Publio Quintilio Varo, gobernador de Germania Magna, condujo a tres legiones a través del Danubio y se adentró en las tierras bárbaras; allí fueron sorprendidos por las tribus queruscas que, tras una batalla de tres días, capturaron y mataron a todos los romanos. El propio Varo se suicidó y los vencedores enviaron su cabeza como regalo a Marbod, rey de los marcomanos en Bohemia.
Al enterarse de la catástrofe, Augusto envió tropas a la ciudad para evitar revueltas. También prolongó la duración de las gobernaciones de las provincias para asegurarse de que, en el caso de rebelión, esta sería gestionada por hombres con experiencia. Además, dedicó unos grandes juegos a Júpiter para que mejorara la suerte del imperio. Es evidente que esta derrota afectó mucho a Augusto. Suetonio contó que "durante meses no se cortó ni la barba ni el cabello, y a veces golpeaba su cabeza contra las puertas gritando '¡Varo, Varo, devuélveme mis legiones!'"
Afortunadamente, los nativos no se rebelaron y la catástrofe no tuvo consecuencias duraderas para el imperio.